domingo, 16 de febrero de 2014

Travesía en el Infierno (Esperando impaciente el retorno)

Buenas, hystoriannos.
Como veis, llevo tiempo sin postear (aunque tengo entradas comenzadas por ahí, que conste). Me temo que no he tenido mucho tiempo para hacerlo, Bachillerato me va quitando poco a poco la vida; pero en marzo serán fallas, así que el 14 de marzo (o antes si he terminado los exámenes finales) me tendréis otra vez por aquí. 
Cuando vuelva, tengo que actualizar la lista de proyectos (que las cosas han cambiado), terminar el reto "¡Yo escribo!" (no, no lo he olvidado), cambiar el mapa del blog (quiero añadir una o más secciones nuevas, ¡que crezca Hystoriann!), y subir algún que otro relato (y alguno de mis dibujos amorfos si eso). Y, cómo no, leer y reseñar más, ¡que os tengo abandonados respecto a reseñas! (y lo siento muchísimo, que conste). 
Si queréis que venga ya fallas para que esto reviva, sabed que el que más quiere que lleguen ya soy yo. Aunque antes tenga que pasar por los infernales exámenes finales. 
Y ante la espera, aquí os dejo un poco de un relato que estoy escribiendo sobre un nuevo personaje al que cada vez adoro más. ¡Disfrutadlo!


«Y es que, por mucho que queramos, somos como somos. Y eso no se puede cambiar. Hablan y hablan, diciéndote que eres un error, que no estás bien. Pero nadie se esfuerza por conocerte y comprender que eres el mismo de siempre, y que un aspecto tuyo no te define completamente. En resumen: la sociedad es gilipollas.
Y da asco.»

Ignorando el sonido de los truenos que amenazaban desde la lejanía, mantenía la vista en aquel cartel.
«Bienvenidos a...»
No leyó el nombre del pueblo, pues sabía que, si lo hacía, le traería recuerdos dolorosos, esos que jamás podrá olvidar. Después de todo, su historia comenzó ahí. No esa que cuenta cuando se ve obligada, que ha creado para endulzar ligeramente su vida, sino la verdadera, la de aquella asustada joven de cabellos negros como una noche sin luna.
En ese momento, convertida en toda una mujer, había regresado para encontrarse a sí misma, recordar su nombre, aquel que hacía tanto tiempo que había olvidado.
―¿Se ha perdido, señorita? ―la voz provenía de un hombre de unos treinta y cinco años, con traje y corbata. Uno de esos pocos ricos del pueblo.
―No, señor, gracias.
El hombre se dispuso a seguir su camino, pero ella le detuvo con un grito.
―Perdone, sí hay una cosa que me gustaría saber: ¿sigue viviendo aquí la familia Arencov?
―Sí, señorita, así es.
―Está bien. Gracias.
Con un movimiento, el caballo siguió el camino, entrando al pueblo. En cuanto cruzaron la puerta, ella completó la frase del cartel.
«Bienvenidos a la tumba de la vida».

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